lunes, 17 de septiembre de 2007

El Muro

Hacía ya tiempo que llevaba sin escribir en el blog, queridos lectores sepan disculparme pero no me he encontrado de ánimo como para escribir, aunque de hecho hubo varios temas de los que pude haber dicho algo…

Hoy quiero transcribir uno de mis últimos cuentos. Como me ha ocurrido otras veces, en la mediata relectura que hago de él luego de haberlo escrito (eso sí tiempo más tarde) me encuentro con que escrito más de lo que yo supuse que hube hecho. Y no me refiero a cantidad o longitud, me refiero a significados. Me he sorprendido a encontrar relaciones, simbolismos en palabras y frases que no recuerdo haber queredlo explícitamente colocarlos. Por supuesto, el inconsciente siempre le engaña a uno…


EL MURO

Escrito en agosto de 2007

Alto es el Muro que divide. Una y otra vez se topa con él, al tiempo que Sur, Norte, Este y Oeste también lo hacen. Los cardinales culminan en el Muro, más allá de él no existen o si lo hacen no son cardinales. No hay adelante. Sólo atrás. El Muro es inexpugnable y él lo sabe. Sin embargo, todos los días intenta escalarlo, derribarlo, romperlo, quebrarlo… ¡Tan burdo es rutinariamente verlo hacerlo! ¡Cuán cruel es la vida, ¿no?! Él no es más que una mosca que choca infinita veces contra el cristal ignorante de que no podrá jamás traspasarlo.

¡Qué curioso es ser omnisciente! Que curioso es saberlo todo, oírlo todo, verlo todo. Rara experiencia debo decir aunque no menos cierta. Y ahí está él y yo soy él y luego soy sólo aire y luego él y luego los árboles, el camino, los cardinales, la arena… pero nunca el Muro. ¡Cuán insensible es vagar a tu antojo sin consideración sólo por el placer de jugar! Sí, para mí esto es un juego. Para él es penuria y peor penuria cuando se sabe que la causa no es ajena.

Hubo un día (de tantos) extrañamente interesante. Recuerdo que él venía por el camino noroeste (si consideramos a la brújula como un instrumento perfectamente veraz y no creo que éste sea el caso). Sí, justo por ese camino. Estaba corriendo, lo que ya era extraño puesto que por semanas o incluso meses, él había acostumbrado una monótona y lenta caminata, indiferente agregaría yo. Se paró en seco ante el muro, exhausto, exhalando vahos por su boca a causa del gran fío que allí adentro imperaba. ¿Acabo de decir adentro? Sepan disculparme por esta inexactitud, no se puede hablar de “adentro” cuando no existe un afuera. Pero… y, sin embargo, estábamos en afuera pero dentro de un adentro. ¿No es paradójico? Quizá sí, quizá no. Tal vez ahora no me creas, pero deberías porque así hubo acontecido y así era y así sigue siendo.

Él había llegado. Miró al muro y luego miró hacia arriba. Repitió varias veces esta acción más o menos detenidamente. ¿Por qué miraba arriba? ¿Por qué lo hacía? El cielo vestía de un monopólico blanco y ciertamente no había nada de interesante como para mantener tantos segundos (y tantas veces) la mirada hacia allí como lo hacía él. Es incomprensible mirar al vacío y, no obstante, los hombres lo hacen a menudo.

Pasaron los minutos y debo decir que ya me estaba hartando la situación; no me caracterizo por ser alguien paciente y la verdad estaba un tanto decepcionado, ya que realmente pensé que hoy sería cómplice de un acto infrecuente, algo fuera de la serie que solía presenciar. Reposé entonces mi cuerpo sobre el tronco y comencé a tararear y jugar con mis dedos. Noté (cuando bajé la mirada) que ya no miraba más arriba. Miraba fijamente al Muro, una mirada completamente distinta a lo usual. Sorprendido, erguí nuevamente mi espalda y comencé a mecerme en la rama, sin querer perderme semejante espectáculo.

La expresión de sus ojos me parecían completamente inverosímil. Era seria, añadiría que con un dejo de compresión divina, aunque yo me vería en la obligación de negar esto último de pedírseme a mí ser honesto. Debo decir incluso que sentí miedo de lo que iba a suceder.

El aire se detuvo, frío y húmedo, casi palpable. Una fina garúa comenzó a caer. El moho se tornó verde brillante y el muro aún más gris y lúgubre que de costumbre. Y, con todo, él seguía allí, desafiándolo. El muro se volvió más corpóreo de lo que alguna vez lo había visto, sin lugar a dudas presentía. La tensión se adueñó del lugar y la inquilina habitó largo tiempo.

Luego de distraerme nuevamente un poco, aunque esta vez observando dos colibríes extrayendo el néctar de los farolitos, lo volví a mirar. Había cambiado su postura, aunque no el ambiente. Ahora se hallaba muy erguido ante la pared con los brazos al costado, mirando fijamente y con gran convicción. Luego retrocedió un paso, observó nuevamente y muy despacio levantó su brazo y su mano y los acercó al muro.

Por un momento, lo creí más etéreo e irreal que nunca y hubiera jurado que su mano jamás lo tocaría. Porque: ¿cómo tocar algo que no existe? La mano proseguía el camino a través del aire, muy lentamente, como si fuera frenada por una fuerza opuesta igualmente de poderosa que la que la hacía moverse, hacia los ladrillos.

A pocos centímetros, frenó de golpe a su extremidad y la pared fue haciéndose cada vez más sólida. El cambio fue increíblemente repentino como si el reloj se hubiera cobrado para sí todo el retraso de las acciones anteriores. Entonces, los dedos tocaron la ríspida superficie del barro cocido y el Muro era tan sólido como lo hubo sido antes. El temor dominó su rostro o tal vez la decepción o la ira. Echó a correr.

Es curioso, muy curioso. El hacedor no sabe como deshacer su obra. Es que con el tiempo los planos envejecen y se convierten en polvo. Él mismo puso ladrillo por ladrillo levantando su Muro, aunque lo hubo negado y ahora y antes y después quiera desesperadamente que no haya uno.

Algún día deberé explicar a mi marioneta que se llega al punto en que los hilos se enredan y te quedás atrapado en el lugar en donde tanto tiempo te moviste o permaneciste. Ya no hay vuelta.

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