La Danza de las máscaras sin rostro

Escrito en Agosto de 2007

Cada noche, una Danza. Siempre bajo cada luna: una Danza.

Y el baile es eterno porque las parejas no descansan, no se sientan, no dejan de danzar. Se mantienen en la pista bailando y girando y moviéndose. Entre giros y notas musicales, entre trombones y pasos y sólo el piso marmolado brillando en ese gran recinto inconmensurable.
Cada noche la Danza comienza para no terminar. La Danza sigue, continúa y se expande. Las parejas prosiguen esbozando la Figura al son y compás de una Melodía. La Melodía cambia de tanto en tanto, pero no así el Baile.

Al principio lo creí florido, lleno de extrañas florituras y divinamente complejo. Al principio (siempre en un principio) danzar bajo las arañas de cristal era algo bello y digno de hacer. Moverse de aquí para allá al ritmo de un "don si son", viajando por la pista hasta los extremos más alejados y sacando lustre a mármoles, granitos y lajas y desgastando suelos y rompiendo tacos, pero por sobre todo seguir danzando. Ver las luces rápidas y fugaces en los giros interminables como cuando en la noche recorrés rápidamente la gran farola y sus innumerables e incadescentes antorchas sólo son un largo e infinito haz de luz captado por el rabillo de tu ojo.
Extrañamente no recuerdo cuando fue el comienzo del comienzo. Sólo recuerdo que siempre me encontré bailando y estirando mis brazos hacia el telón oscuro sobre nuestras cabezas junto con otros miles o quizá millones de parejas. Siempre corriendo los pies de una baldosa a otra, de piedra en piedra, nunca en desorden, siempre premeditadamente al toque de los otros. Los otros y todos con una única danza. Sí, eso. Y con todo, no recuerdo... No, no recuerdo.

-¿Es qué quizá no haya habido? -su voz sonó profunda y queda como si él estuviera investido en mi visión.

Quizá. Quizá. ¡Pero qué extraño! ¡Qué absurdo! El comienzo era distinto. ¡Oh! El sentir el roce de las manos de en el tirante pentágono de la guitarra, los carnosos labios y el viento de ellos en sus pares metálicos y las palmas golpeando gentilmente los tambores. La música. Sí. La Melodía y la armonía llenaban el lugar.

Pero con el tiempo la Danza se volvió monótona y opaca y aún la melodía era bella. Monótona, desabrida. Sí, sí así fue. Y, sin embargo, el esplendor del salón seguía allí, intacto e inmune con sus largas escalinatas, palcos y muchas pistas.

Cada noche, entonces, el Baile seguía siendo el mismo. El mismo, sí. Pero para mí menos lúcido, menos grácil y menos hermoso. De hecho, ya no tenía nada de hermoso, de divino. El Baile era un ritual. Y las parejas ya no eran parejas. Sus caras estaban vacías y con todo allí se encontraban bocas, ojos, narices. La nada los gobernaba y los maniquíes danzaban y giraban y continuaban en el ardid de la Melodía. Y de pronto, todos eran iguales: madera, plástico, tela y metal. Y bailaban y se sacudían y danzaban y se zarandeaban. La inexpresión de sus rostros... y el frenesí de una voz horrenda que deliraba en carcajadas y se jactaba de ese absurdo Baile y de esos grotescos títeres...

Cada noche, los relojes daban la medianoche, la una y las dos.

La Melodía nunca se apaga ni nunca mermaba y todos seguían bailando como si nada existiera más que la Danza y la fiesta. Y el vestíbulo se abarrotaba cada vez más y ahora no sólo había maniquíes y títeres y marionetas y muñecos, había miles de gentes con máscaras plateadas relucientes y doradas y carmesíes. Profusas caretas pululaban por doquier y todos continuaban al unísono, jamás chocándose, en perfecta armonía logrando la gran y deseada Figura sin hablarse, sin verse, sin oírse, sin sentirse.

Cada noche, la Danza, las máscaras, los sin rostro y el vacío y los hilos que mueven a los títeres de la Melodía.